Antes de que
fuese una bebida, el té fue una medicina. Sólo en el octavo siglo hizo su
entrada en China, en el reino de la poesía, como una de las más elegantes
distracciones de aquel tiempo. En el siglo quince, Japón le dio patente de
nobleza e hizo de él una religión estética: el teísmo.
El teísmo es un
culto basado en la adoración de la belleza, tan difícil de hallar entre las
vulgaridades de la trivial existencia cotidiana. Lleva a sus fieles a la
inspiración de la pureza y la armonía, el sentido romántico del orden social y
el misterio de la mutua misericordia. Es esencialmente el culto de lo
Imperfecto, puesto que todo su esfuerzo tiende a realizar algo posible en esta
cosa imposible que todos sabemos que es la vida.
Considerada en
la acepción vulgar de la palabra, la filosofía del té no es una simple
estética, puesto que nos ayuda a expresar, conjuntamente con la ética y la
religión, la concepción integral del hombre y de la naturaleza. Obligando a la
limpieza, es una higiene; es también una economía, porque demuestra que el
bienestar reside más en la simplicidad que en la complejidad y en lo superfluo;
es una geometría moral, porque define el sentido de nuestra proporción respecto
al Universo. Y, finalmente, representa Oriente, puesto que hace de todos sus
adeptos unos aristócratas del buen
gusto.
El hecho de que
el Japón haya permanecido durante tantos siglos aislado del mundo, ha
contribuido, al desarrollar su vida interior, a la propagación del teísmo. Nuestras
habitaciones, nuestra cocina y nuestra indumentaria; nuestras lacas, nuestras
porcelanas, nuestra pintura y nuestra literatura han sufrido su influencia.
Nadie que conozca la cultura japonesa podrá negarlo. Ha penetrado en todas las
mansiones, desde las más nobles hasta las más humildes. Ha enseñado a la gente
del campo el arte de arreglar las flores y al más humilde trabajador el respeto
hacia el agua y las rocas. En nuestro lenguaje corriente suele decirse,
hablando de un hombre insensible a todos los episodios cómicoserios de la vida
cotidiana y del drama individual, que le falta té; y se vitupera, en cambio, el
esteta grosero, que, indiferente a la tragedia mundana, se abandona sin freno a
sus emotivas sensaciones, diciendo de él que tiene demasiado té.
Un extranjero se
extrañará sin duda de que pueda darse a este culto tanta importancia. ¡Una
tempestad en una taza de té!, exclamará. Pero si se considera cuán exigua es la
copa de la felicidad humana, cuán fácilmente desborda de las lágrimas vertidas,
y cuán fácilmente, en nuestra sed inextinguible de infinito, la apuramos hasta
las heces, se comprenderá que se dé tanta importancia a una taza de té. Pero la
humanidad ha hecho mucho peor. Hemos sacrificado libremente al culto de Baco;
hemos desfigurado y escarnecido la imagen sangrienta de Marte. ¿Por qué no
consagrarnos a la reina de las Camelias y abandonarnos al inefable efluvio de
simpatía que desciende de sus altares? En el líquido ambarino que llena la taza
de porcelana marfileña, el iniciado encontrará la reserva exquisita de
Confucio, la seducción picante de Laotsé y el aroma etéreo de Sakyamouni.
Quién sea
incapaz de discernir en sí mismo la insignificancia de las grandes cosas,
estará mal preparado para apreciar la grandeza de las pequeñas cosas en los
demás. Cualquier occidental, en su frivolidad superficial, no verá en la
ceremonia del té más que una de las mil rarezas pueriles que constituyen el
encanto y el misterio del Extremo Oriente. Se había acostumbrado a considerar
Japón como un país bárbaro, mientras en él no se practicaban más que las artes
pueriles de la paz.
Fuente: El
libro del té
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.